Filomena fue un soplido violento. Los árboles partidos dejaron atrás corazones dolientes, como el Nuria y el de Inés. Ellas, que juntan alma y sustancia para permitir que la naturaleza hable y florezca entre sus dedos, se quedaron rotas como las arboledas rotas de la ciudad. Por eso, instintivamente, casi sin mirarse, supieron qué debían hacer: ambas recogieron ramas quebradas, cortezas arrancadas, arbustos desmembrados y las llevaron a un claro en el bosque. Allí comenzaron a transformar la desolación en belleza. Sobre una estructura silenciosa, las ramas caídas y las pieles vegetales despegadas comenzaron a convertirse en otra cosa, como en un ritual privado en el que dos seres conmovidos crean algo nuevo de entre la desolación. Lo de Nuria e Inés fue un árbol nuevo. Un árbol lleno de vida con el que invocar la fuerza del árbol primigenio, aquel del que todos venimos.
Nuria e Inés, Inés y Nuria. Dos que son muchas. Una energía única capaz de transformar la Filomena terrible en un simbólico tótem de leños. Un tótem sagrado que, como en las mejores leyendas, la muerte cobra vida y su tótem florecerá como un árbol de otoño: Una ofrenda de frutos y pétalos recogidas por la ciudad de Córdoba engalanará para siempre los leños del sacrificio. El rito se completa.
Y será en uno de esos patios cordobeses de agua palpitante y cal donde enraíce este nuevo árbol nacido de un temblor de mundo. Como en el jardín del paraíso, su sombra y su frescor serán eternos. Una instalación de espejos multiplicará las capas vegetales hasta hacer infinito el patio, en una ilusión de imágenes sucesivas de naturaleza reencarnada en naturaleza. Un jardín de vegetación y murmullo donde recordar la herencia hispanoárabe. Un lugar para recordar quiénes somos.
De nuevo, la intuición enorme de Nuria e Inés nos guía hasta lo hermoso, reverbera en el espacio e insufla vida en todas las direcciones. ¿Quién dijo que la primavera no podía ser eterna?.
Carlos Risco